Desde el primer momento, supe que no se trataba simplemente de registrar un evento musical, sino de capturar la poesía viva que se manifestaba en cada nota, en cada gesto, en cada silencio compartido.
El trío, formado por piano, violonchelo y violín, ofreció un repertorio cuidadosamente elegido que resonó con el alma del público. La sala, con su atmósfera íntima y acústica envolvente, parecía diseñada para abrazar la música de cámara. Pero no solo fue un deleite para los oídos, sino también para la mirada: el lenguaje corporal de los músicos, su entrega y comunicación silenciosa, crearon un espectáculo visual tan poderoso como el sonoro.
Desde mi posición como fotógrafa, pude ver cómo la música fluía entre ellos como un diálogo profundo.
El violín, delicado y vibrante, parecía danzar sobre la melodía del piano, mientras el chelo aportaba una calidez que anclaba la emoción en cada compás. La conexión entre los tres intérpretes no solo era técnica: era humana, casi espiritual.
Mi cámara buscaba esos instantes de verdad: una mirada entre músicos, un gesto suspendido en el aire, una expresión de concentración que decía más que mil palabras. Fotografiar este concierto fue un ejercicio de sensibilidad y respeto. Cada disparo debía ser medido, silencioso, casi invisible… como quien escribe sin interrumpir una conversación sagrada.
Más allá de la belleza estética, lo que me llevo de esta experiencia es la sensación de haber sido testigo de algo íntimo y universal a la vez. El trío «Alma Mahler» no solo interpretó música: nos contó historias sin palabras, nos llevó a través de emociones complejas y nos recordó, por un instante, el poder transformador del arte.
Agradezco profundamente por este encuentro. Haber podido documentarlo con mi mirada es, sin duda, uno de esos regalos que la fotografía me permite vivir.
